martes, 13 de octubre de 2015

Amar y desnudarse no siempre va de la mano. Amar, aunque a su vez es también un desnudo, no es ni de lejos sencillo. A mí ambas cosas me parecen complicadas, aunque cada una a su manera, claro. Llamadme anticuada. Porque, seamos realistas, hoy no muchos se desnudan por amor, y pocos aman el desnudo de la persona que han metido en su cama, ¿no es así? Y cuando hablo de amar su desnudo hablo de ver la perfección más allá de la piel de naranja o de unos grandes pechos, porque créeme que si son esas las cosas que ves al desnudarla, eso, eso no es amar amigo mío.
Echo de menos que el desnudo de un cuerpo frente a otro sea mucho más que un acto superficial y sin importancia. Mi desnudez no es sólo mi cuerpo, no son sólo mis piernas, mis pechos, mi trasero o mi espalda, mi desnudez soy yo, es mi cara ruborizada, son mis ojos nerviosos, mis mejillas ardiendo, mis manos temblando.... Como decía un texto que leí hace un tiempo, todos sabemos desnudarnos sin pensar, sin sentir, con la luz de nuestros corazones apagada. Todos somos capaces de meternos en una cama, entre las sábanas de un quién sea, y follar. Punto. Sabemos bien hacer daño, y hacérnoslo a nosotros mismos. Pero ¿y dónde están los valientes que se desnudan por amor? Los que se arriesgan a salir rotos de esa cama, de ese juego entre las sábanas ¿Dónde están los valientes que se quedan a ver su rostro despertar? Cuántos se quedan al desayuno y se dejan enamorar poco a poco de su cara de dormida. Cuántos preparan tortitas para dos, besos en el cuello y caricias de buenos días... ¿Cuántos cuidan lo que hay entre sus sábanas para toda la vida?

No hay comentarios:

Publicar un comentario